El género que los cinéfilos conocemos como "películas de explotación", y que ha sido rebautizado recientemente con el nombre de "films de culto", fue durante varias décadas una parte de la industria cinematográfica muy poco valorada y aún menos reconocida. Si se utiliza la palabra explotación en términos generales, rápidamente se hace referencia al costado moral de la gente, dando rienda suelta a imaginaciones que van en contra de las normas sociales políticamente establecidas. Pero cinematográficamente hablando, esa misma palabra posee una marcada diferencia de interpretación.
Películas que poseían temáticas consideradas bizarras, como la diversidad de placeres sexuales, abusos de , la drogadicción, prostitución, la vida en la cárcel y otros dramas similares, no eran exhibidas masiva ni comercialmente, justamente debido a los parámetros reinantes por entonces que delimitaban el material, encuadrándolo dentro del buen o el mal gusto.
Para mediados de los años treinta, Hollywood continuaba siendo una máquina de producir películas de elevado costo, pero existían montones de pequeños cines a los que no les era redituable ofrecer grandes títulos que, debido quizás a las características de la zona de exhibición, no eran precisamente el tipo de programas que los lugareños buscaban. Además, nunca había demasiada cantidad de películas buenas que oficiaran de anzuelo para atraer clientes. Cada sala necesitaba más títulos para exhibir y vender, y las superproducciones de los estudios más famosos eran para esa necesidad relativamente escasas, y también más costosas para su adquisición. Los dueños de cines y teatros pequeños podrían aún hacer más dinero ofreciendo programas que brindaran dos películas baratas al precio de una, y más aún aquellos locales con más de una sala.
La respuesta a esta necesidad la brindaría el citado género cinematográfico "de explotación". Dotadas casi siempre de extrema y gratuita violencia, situaciones al límite inusitadas y/o una buena dosis de sexo, estas películas estaban direccionadas a un público específico pero numeroso (y rentable). Y, aunque debieran sortear como pudieran el tema de la censura o los severos códigos de clasificación, el material tenía recepción asegurada.
A los responsables de estas películas poco le importaban los valores morales, sino que se empeñaban en "explotar" de ahí el nombre) al máximo los aspectos de la vida cotidiana menos tratados, y adecuaban la temática a las necesidades del momento. Para ellos, ningún tema era inabordable, y eran increíblemente bien recibidas por las de ahí el nombre) al máximo los aspectos de la vida cotidiana menos tratados, y adecuaban la temática a las necesidades del momento. Para ellos, ningún tema era inabordable, y eran increíblemente bien recibidas por las audiencias que anhelaban ver cosas en la pantalla que seguramente no verían en películas de estudios mayores.
Así, mientras un alto porcentaje de la sociedad de los años '30 y '40 se deleitaba con las comedias de Cary Grant y Katherine Hepburn, o bailaban con Fred Astaire y Ginger Rogers, otra porción un poco menos numerosa acudía a cines específicamente acondicionados también a disfrutar, pero con otros programas. Los "usuarios" receptores de este material sabían cómo pasar una buena hora de su tiempo pagando por ver estas películas, aunque fueran discriminados por su dudoso gusto.
Los mejores exponentes del género no se delimitan justamente en cuestiones de gusto. Son crudas demostraciones de una narrativa a veces vulgar, que no dudaban en mostrar lo que fehacientemente deseaban. Y, lógicamente, este género era exclusividad de la producción clase "B". Aunque vistas hoy la mayoría de estas películas son disfrutables por la gran cantidad de errores que contienen (tomas desastrosas, fotografía oscura, malas actuaciones, pésima continuidad del guión, etcétera), a veces la unión de todos estos factores conforman un todo que, de alguna manera, pegaba en el gusto del espectador eventual y se convertía en un suceso de taquilla inesperado. Y esta unificación disparatada de elementos disímiles parecía transformar al material en algo así como un sueño difícil de creer, y el hecho de no poseer figuras notorias o un background moderadamente conocido les proveía un perfil tipo documental de atractiva calidad.
Al promediar la década del '70 las características y necesidades sociales y económicas hicieron que un alto porcentaje de las salas de barrio se convirtieran en cines dúplex o en multicines. Obviamente, estas salas consumían películas de culto a granel, considerando que la programación variaba casi diariamente. Sumado a esto, la explosión en el mercado del video casero puso en el tapete al cine de explotación como nunca. A partir de allí, el material tendría una vida útil garantizada, a través de su consumismo por medio del video o por la televisión por cable. Y, en formato de videocassettes, podrían incluirse escenas explícitas que obviamente no habían sido excluidas en la versión exhibida en cines, obviamente por cuestiones de censura.
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